Dos días a la semana, martes y viernes, llegaba a mi casa. Ahí vivíamos 4 hombres, mis tres hijos y yo. En esa época ellos tenían de 20 años hacia abajo. 20, 18 y 14 o algo así. Y en ese orden, partiendo por mi persona, según mi estimación, el grado de orden correspodniente a cada uno era desordenaaaado, tendiente al orden sin lograrlo siempre, pero si muchas veces, muy desordenado, desordenado. En general, me bastan unos pocos moinutis para desordenar algo, aunque esté intentando ordenar. Es una de mis características principales, aunque no muy buena, por no decir mala. Y con ese ejemplo, es poco probable que el resto salga mucho mejor en ese sentido. El tendiente al orden sin lograrlo siempre es la excepción que confirma la regla. Cuando llegué a vivir con ellos, la instrucción era clara. Dentro de sus piezas (cada uno tenía una propia), podían hacer lo que quisieran, y tenr como quisieran, pero con la puerta cerrada si estaba muy desordenado. El living, comedor, baños y cocina debían estar ordenados. Al menos debía hacerse el intento. Al parecer no fue un intento muy exitosos, porque a los pocos meses comenzó a venir martes y viernes ella.
Llegaba tipo 9:00 (nunca llegó antes) y se iba tipo 17 (pocas veces se fue antes, varias veces le dijimos que se fuera antes). Llegaba, saludaba parcamente, miraba como estaba todo, hacía un gesto de resignación probablemente, se cambiaba ropa y comenzaba a trabajar. Como era chiquita de porte, no se notaba mucho cuando se agachaba, pero lo hacía, durante las primeras dos horas, no frecuentemente, sino muy frecuentemente. Recogía cosas y luego hacía algo con ellas. Algo que al parecer se llama ordenar. Después de pasearse (es un eufemismo), por todas las piezas, partiendo por el segundo piso, que era le más desordenado, siempre, lejos, iba bajando y pasando por la diferentes piezas, hasta llegar al living, al comedor y finalmente a la cocina. Cuando uno entraba a una de la spiezas por las que acababa de pasar ella, uno se perdía adentro. Se había producido un milagro. La pieza había crecido. Tenía piso. L a cama era ancha. Los veladores tenían superficie, lo mismo que el resto de los muebles. Además, el polvo, el maldito polvo había desaparecido. Eso sí, a veces escondía las cosas que encontraba en el suelo, porque había que esperar a la sigiuente venida para saber dónde las había dejado. Usualmente las dejaba en los lugares más lógicos, pero para ella. Si se me olvidaba preuntar por el lugar en que había dejado algo, principalmente de la cocina, podían pasar semanas sin encontrarlo. Pero no era tan frecuente. Usualmente colocaba lo que encontraba en el suelo en lugares tales que, cuando uno las veía ahí, pensaba para uno mismo, que en realidad era bastante lógico que estuviera ahí. Al rato, a las horas, alos días, estaba nuevamente en su lugar de reposo, el suelo.
Cuando fue el terremoto del 27 de febrero, en mi casa todo lo que estaba en el suelo después del terremoto, ya estaba en el suelo antes del fenómeno telúrico, así que no hubo grandes cambios en ese sentido.
Después de que ella pasara por las piezas, uno podía echarse en la cama, pero con cargo de conciencia, porque estaba hecha, y daba casi pudor desordenarla. Pero se me quitaba lueguito.
Al llegar a la cocina, ya eran cerca de las 12, y se ponía a cocinar, aunque uno le hubiera dicho que lo iba a hacer yo. Parece que no le gustaba lo que yo cocinaba (o alguno de mis hijos). Era especialista en fricandelas (hamburguesas), arroz (graneado o pegoteado), pastel de papas, de choclos, lo que fuera. Recuerdo que para mi cumpelños 51, decidí hacer tortas de verduras. Diferentes verduras. Compré todo tipo de verduras, champiñones, hice salsas, lo que se me ocurrió, relleno de carne, pollo, mariscos, etc. Pero necesitaba panqueques para hacer las tortas, así que le pedí a ella que los hiciera, el día antes. Se puso a hacer panqueques y me preguntó cuántos quería. Le dije cien o más. Me miró como diciendo (o seguramente pensando) si yo estaba loco. Al final hizo los cien panqueques, demoró horas. Pero ella pensaba que además le iba a pedir que hiciera los rellenos. Eso los hice yo el s´bado (ese día era viernes), desde las 6 AM, para tenr todo listo cuando llegaran los invitados que debe haber sido como 40 (como Alì Babà, pero no robaban).
Cuando terminó de hacer los panqueques, me miró, y dijo que ya estaba y que se tenía que ir. Dicho y hecho, pasada a fritura.
El último día que trabajó, porque jubiló, contó su historia. Vivía de niña en el campo, y la familia de un reputado prohombre de la zona, después senador de la V Región, la trajo a Viña con el compromiso de que ella podría seguir estudiando, que era lo que quería. Llegando a Viña, lo primero que le dijeron es qu etenía que trabajar puertas adentro, sin tiempo para nada, menos para estudiar. Nunca pudo estudiar. Al tiempo, se fue de esa casa, y en algún momento llegó a trabajar donde mis padres. Ahí, entre pito y flauta, estuvo como 20 años o más. Después de eso llegó a mi casa dos día s ala semana, pero ya me conocía de hace décadas. Cuando contó lo anterior, lloraba. Luego se fue. No la he vuelto a ver. Tengo que ir a saludarla al emnos. Por la paciencia. Sé de ella de vez en cuando, por otras personas que la han visto. Tuvo dos hijos, un varón, que murió producto de una esclerosis múltiple des pué sd epadecerla varios años. Y una hija, que vive en Brasil, y a quien iba a visitar en vacaciones. Se quedaba un mes o más por allá. Llegaba renovada.
Se llama, pues aún vivie, Erica. Erica Pérez. Nunca la vi enojada, sólo fruncía el ceño. Según ella, mis perras nunca maduraron. Hablaba poco. Casi nada. Contestaba con monosílabos. Sólo ese último día se explayó.