Las cosas de la vida. Cuando era niño, con mi hermano jugábamos a las escondidas en el cementerio de Temuco. Accedíamos escalando el muro por el lado del cerro Ñielol. Después, nos repartíamos y comenzaba el juego. Nos quedábamos hasta que oscurecía, y aún más tarde. Nunca nos dio miedo. Solo curiosidad. Sobre todo, curiosidad por los nombres que aparecían en algunas tumbas. Primitivo Pérez. Segundo del Carmen González. Sandalio García. Luis Bragueta. Zoila Loro. Y tantos otros. Claro que también había nombres comunes. Un tal Juan Antonio Marco Cortés, al lado de un Marco Cortez. Una Frida Caloi, al lado de un Diego Rivera. Un Adolfo al lado de una Eva.
Pero personalmente, el que más recuerdo, es el nombre de Gonzalo Zambo González Gonzales. Siempre me quedó dando vueltas, los dos apellidos tan parecidos, pero con un error ortográfico aparentemente el segundo. Después supe que existen ambos. El segundo es de origen portugués, el primero de origen español. Pero además se llamaba Gonzalo Zambo. Cuando apareció Internet, como aún me acordaba del nombre, busqué el nombre Zambo. Significa Gonzalo en esperanto. O sea, el tipo se llamaba Gonzalo Gonzalo González Gonzales. Lo extraño, además, en esa época, era que la tumba siempre tenía flores, a diferencia del resto de las que la rodeaban.
Hace unos años estuve en Temuco, y en un rato libre que me quedó, fui al cementerio, quería averiguar más acerca de esa tumba. La tumba aún estaba ahí. Llena de flores. Y las de los alrededores no tenían flores. Hablé con el encargado y le pregunté. Me dijo que a diferencia de otras tumbas, esa no la habían reducido, porque estaba pagada por 100 años. Y que una vez a la semana le llegaban flores nuevas (y hermosas), de un remitente desconocido, para que las colocara en dicha tumba.
El encargado era un tipo de unos 40 años, un poco menor que yo. Su padre había sido también cuidador del cementerio en la época que con mi hermano y otros amigos jugábamos a las escondidas en ese cementerio. Y le había contado una historia que me contó ese día. Gonzalo Zambo González Gonzales había nacido en 1889 y muerto en 1949(eso se podía saber leyendo la lápida). No alcanzó a vivir 50 años. Tuvo varios hijos, pero tuvo aún más ahijados. Era comerciante. Le iba muy bien. Siempre trató bien a sus hijos y a sus ahijados. Su mujer había muerto en 1948. Él probablemente murió de pena. Se querían mucho. Al menos él la quería mucho, que es lo que importa. Querer más que ser querido. Eso me dijo el encargado, cuyo nombre es (supongo que sigue vivo)….Gonzalo, y su apellido González. No había parentesco con el ocupante de la tumba en cuestión. A él también siempre le extrañó la coincidencia de nombre y apellido. Le preguntó a su padre, pero como el apellido González es uno de los más comunes en Chile, no le dio más vueltas al asunto. El González en cuestión (el de la tumba) había dejado un testamento en que dejaba una fundación para ayudar en los estudios a los descendientes de sus hijos y ahijados en lo que se refería a compra de libros, materiales de estudio y ese tipo de cosas. Nunca se le pasó por la cabeza que la educación, décadas después, pasaría a ser un negocio. En su época, era gratuita. La universidad también, aunque no muchos podían tener estudios universitarios. Las flores, sospechaba el encargado, eran enviadas por los ahijados primero, y luego por los hijos y nietos de los ahijados. Al menos eso suponía él.
Justo en ese momento, llegó un nuevo ramo de flores para G.Z.G.G. Lo traía un auto. Le pregunté al chofer que quién enviaba las flores. Me contestó que lo llamaban de una cierta florería para que las fuera a buscar y luego a dejar al cementerio. Me dio las señas.
Fui a la florería y, para mi sorpresa, el dueño (que era quien atendía la florería) era uno de los amigos de infancia con que jugábamos a las escondidas con mi hermano cuando niños en el cementerio. Luego de saludarnos y conversar un buen rato acerca del pasado y presente de nuestras familias y de amigos comunes (amigos a los que no veía hace años, décadas quizás), le pregunté por lo que me intrigaba. Me dijo que le llegaba un e-mail con la copia del depósito en la cuenta corriente y las instrucciones para llevar ciertas flores (no eran siempre las mismas) en un cierto día al cementerio. Y que la transferencia estaba hecha desde una cuenta corriente de un banco y sucursal que me indicó. Él no recordaba ese nombre en la tumba, y cuando le llegó el primer pago por las flores, no hizo la relación que hice yo con nuestros juegos de niños.
Yo mantenía contacto con algunos amigos en Temuco y uno de ellos trabaja aún en el banco en cuestión, así que lo llamé y averiguó el nombre exacto del titular de la cuenta que realizaba las transferencias para las flores. Me reservo el nombre de mi amigo, porque infringió una que otra ley al darme esa información.
Con el nombre en mis manos, averigüé la dirección (Internet siempre permite ese tipo de cosas, aunque cada vez menos). La verdad es que debía volver ese día a Santiago, pero como andaba en auto, decidí hacerlo al día siguiente. Nunca me imaginé que al otro día no podría hacerlo.
Busqué la dirección en Google Map (o Waze, no recuerdo), y llegué finalmente a destino. Era una casa grande, en una calle estrecha, en el barrio viejo de Temuco. Tenía un antejardín de unos cuatro metros de fondo. La casa tenía 20 metros de frente. De dos pisos, de madera, pintada de verde. Había árboles en el jardín. Uno con muchas flores y uno seco (soy pésimo para identificar árboles y plantas, además de pésimo para identificar rostros). Toqué el timbre. No sonaba. Golpeé la reja. Nadie apareció. Vi un cordel que seguramente tocaría una campana. Lo tiré. Nada. Me quedé mirando la puerta. A lo mejor me abrían por presencia. No ocurrió.
Estaba pensando qué hacer, cuando por la calle se acerca un niño, jugando a saltar de una baldosa a otra de la vereda, sin tocar los bordes, y sin pisar baldosas que estuvieran conectadas de algún modo con la que había pisado anteriormente. Me mira. Lo miro. Me dice que no hay nadie en esa casa. Que hace tiempo que está deshabitada. Que los dueños al parecer viajaron a algún lado, pero como nunca hablaban con ningún vecino, nadie sabía realmente qué pasaba con ellos. Que a lo mejor los habitantes de la casa del frente sabían algo, porque al parecer estaban encargados de regar el jardín y sacar las cartas del frontis.
Toqué el timbre, que no sonaba, en la casa del frente. Pero sí funcionaba la campana. Salió una persona a preguntarme qué andaba buscando, porque no me conocía. Le expliqué que andaba buscando a los habitantes de la casa del frente suyo. El habitante, me dijo. Sólo vive una persona ahí. Y salió de viaje. No llega hasta la semana que viene. Andaba en Santiago, me dijo, haciendo unos trámites. Le pregunté si sabía dónde ubicarlo en Santiago. Me dijo que no, pero que seguramente podía averiguarlo llamando a un número que le había dejado en caso de emergencia. Nunca me preguntó el motivo de mi visita. Cuando me iba yendo, me acordé que no sabía el nombre del habitante de la casa, pues el dato que me había dado mi amigo era que la cuenta que transfería la plata a la florería era de una empresa, GG Ltda. El vecino me dijo que el nombre del vecino del frente era …Gonzalo González. Ante mi cara de perplejidad, tuve que decirle que tenía un amigo con ese nombre.
Ya dije que el apellido González es uno de los más comunes en Chile, pero en realidad eso no es cierto. El apellido González ES el apellido más común en Chile, y el número 60 a nivel mundial, según un estudio que leí en la Web. Y para qué decir del nombre Gonzalo. Gonzalo González debía haber muchos en Chile, pero de ahí a que se repitiera tanto en este caso. Me entraban mis dudas.
Al menos tenía un número para seguir el hilo a mi investigación. El número era 9 644 92539. Siempre me gusta jugar con los números, a ver si suman algún número extraño, si se repiten, si hay patrones. En este caso, tenía en pantalla del celular un teclado de los antiguos(los que incluyen tres letras por número). Me puse a jugar. Transformé los números en letras. Me daba González(el tilde lo puse yo).
Llamé. Este número no tiene teléfono. No siempre eso es verdad. A veces aparece ese mensaje cuando el teléfono está apagado o está ocupado. Llamé al rato de nuevo. Ahora sonaba ocupado. Volví a llamar. Nada. Al rato llamé de nuevo. Comunicaba. Tres rings. Contestan. Pregunto si es Gonzalo González. Me pregunta de parte de quién, si soy el mismo que fui a su casa hace un par de horas, preguntando al vecino. Lo confirmo, sin darle mi nombre. ¿Ricardo?, me pregunta. Si, le digo yo. Me entra la duda de si le había dado el nombre al vecino. Estoy seguro que no. Casi seguro. Lo dejo pasar. Le explico de qué se trata. No dice nada, salvo preguntarme si cuando chico yo jugaba, con otros niños, en el cementerio de Temuco. Me quedo helado. No sé qué decirle. Titubeo. Le digo que sí, que cómo sabe. Porque fuiste el único que se fijó en mi nombre, me dice. Por eso sigo vivo. Sabía que llegaría el momento en que te lo iba a poder agradecer. Me quedo mudo. Se corta la comunicación. Llamo de nuevo. Este número no tiene teléfono. Llamo de nuevo. Lo mismo.
Nunca logré comunicarme de nuevo con ese teléfono. Nunca volví a la dirección de G.G. Nunca volví al cementerio. A veces, pero sólo a veces, pienso en él. Y siento que me habla, me agradece. Pero no me da miedo. Lo hace en paz. Hace un tiempo supe que un incendio había destruido un par de casas en Temuco, en el barrio donde estuve buscando esa vez. No hice mayores averiguaciones, pero sé qué casa se quemó. Lo tengo claro.
Pero vivo tranquilo. No siempre pienso en ello, ni en él. Sólo a veces. Pero sin miedo.