Su nombre era uno de esos nombres improbables. Quizás porque su padre, fuera quien fuese, también era un hombre improbable, con, quizá, un nombre improbable. Por qué le pusieron ese nombre? Quizás no lo sabremos nunca. Quizás ni el propio padre lo sabe. Menos la madre.
El padre, tal como se acostumbra, en nuestro país al menos, el mismo día en que nació su hijo, el del nombre improbable, partió al Registro Civil a inscribirlo. Lo iban a llamar de una manera distinta a como finalmente quedó inscrito. Podría haberse llamado, incluso, Juan. O Manuel. O Iván. O Héctor. O José. O Antonio. Nombre comunes. Pero camino al Registro Civil, saliendo del hospital donde había sido padre, oficialmente por primera vez, pero realmente por cuarta o quinta vez, aunque él lo desconociera, se topó con un accidente. Un accidente como muchos otros que había visto, en el cual un peatón, despistado, había cruzado la calle, distraído, mirando el celular, y no se había percatado del auto que venía en su dirección, y que finalmente lo atropelló. El peatón (que ahora era un hombre tirado en la calle), sólo sufrió heridas leves, afortunadamente, pero incidió fuertemente en la vida de nuestro personaje con nombre improbable, el que acababa de nacer ese mismo día. Y ello debido a que el padre, que acababa de salir del hospital rumbo al Registro Civil a inscribir al niño recién nacido, tenía aun la duda del nombre que le pondría. La duda entre varios nombres, en realidad cuatro nombres. Y el atropellado (sin consecuencias fatales, al menos en lo inmediato), llevaba dos de esos nombres. Y eso lo supo porque entre los carabineros y los encargados de la camilla a la que subieron al accidentado, se intercambiaban la información del mismo, su nombre, compuesto, incluido.
Nuestro hombre en cuestión, entonces, viendo el accidente como una premonición, decidió eliminar de la lista de los posibles nombres esos dos. Por ello quedó con la mitad de los nombres disponibles. Con ello la decisión se hacía más fácil: sólo había que elegir entre dos nombres. O más difícil: había que elegir entre dos nombres. Las posibilidades de elegir mal, en este caso eran menores: un 50%. Pero las probabilidades de acertar también eran mayores: 50%
Lo cierto, lo real, es que nuestro padre primerizo (al menos legalmente, porque, como ya dijimos, realmente, aunque él no lo supiera, ya era padre de al menos 4 ó 5 niños (o niñas). De ellos, de estos otros hijos, no es el caso hablar, porque como ya dije, él desconocía su existencia, aunque parezca difícil de creer.
Casi llegando al Registro Civil, que en la ciudad en que ocurren estos hechos queda relativamente cerca del hospital del que partió nuestro padre no primerizo, ocurrió el segundo hecho, el que descartó los otros dos nombres que llevaba preparados para darle a su hijo recién nacido. Justo a la entrada del edificio en que se encontraba dicha repartición estatal, había un kiosko (o quiosco), de esos que aparte de vender diarios y revistas, venden de un cuantohay: bebidas, caramelos, pañuelos desechables, estampillas, sobres, pen drives, teclados, mouse, webcam, hilo, agujas, sándwiches. En una de las revistas que estaban colgadas en dicho quiosco, una revista sensacionalista, aparecía un resumen de la historia de un delincuente, que todo l mundo en el país conocía con un nombre, pero que en realidad, según la revista, tenía otro, el real, que era develado en la primera página. Ese nombre era nada más ni nada menos que uno de los dos que le quedaban a a nuestro padre en cuestión para inscribir a su hijo. El consideró que era un mal augurio, así que decidió eliminar ese nombre de la lista, con lo cual sólo le quedó uno posible. Nunca había pensado colocarle alguno diferente a los de la lista inicial de cuatro nombres que había preparado con la madre del niño. Pero ya estando en la fila de espera para acceder al funcionario que finalmente inscribiría al niño, se puso a repensar lo del nombre que quedaba (pensar ese tipo de cosas algunas veces resulta fatal, porque si algo estaba decidido de antes, aunque es factible cambiar de opinión, a algunas personas les provoca una angustia tal que los sume en una especie de depresión temporal. Eso fue lo que le sucedió a nuestro hombre. Hay que agregar a ello que tenía todo el tiempo del mundo para darle vueltas al asunto, porque en su fila había 30 personas delante de él. Aparentemente ese (o el anterior), había sido un día muy fecundo, pues habían nacido muchos niños (y niñas). O quizás también había en la fila padres (y madres) que no habían inscrito a sus hijos el día que correspondía y lo estaban haciendo en forma tardía.
Cuando finalmente le tocó el turno, tenía un enredo en la cabeza. Al momento en que debió llenar el formulario con el nombre de su hijo (el que él creía que era su primer hijo), no supo qué poner. Cuando el funcionario lo urgió, porque había más personas (al menos 40 más) en la fila, tras él, esperando ser atendidas, en un acto reflejo, impensado, improbable, escribió el nombre improbable en el formulario, Y así quedó inscrito. Con un nombre improbable.
Cuando salió del Registro Civil, ni siquiera tenía conciencia de lo que había hecho. Al llegar de vuelta al hospital, informó a la madre que el trámite ya estaba hecho, pero no mostró el certificado de inscripción, porque a la madre no se le ocurrió pedírselo. Durante unos días, hasta que salió del shock, siguieron llamando al hijo con el nombre probable (uno de los cuatro iniciales), hasta que un día, por algún trámite, tuvieron que mirar el certificado, y se percataron que el nombre que aparecía en el papel no era el que ellos usaban para referirse a su hijo, sino que era el nombre improbable por el que se le conocería durante el resto de su vida.